Editorial:
El sueño de la propiedad propia
Deben reconocerse legalmente
las propiedades privadas que, de facto, ya existen al interior de muchas
comunidades.
el comercio.- opinion.- SÁBADO 14 DE
JUNIO DEL 2014
Ya se sabe que el derecho de
propiedad que no se puede probar clara y fácilmente vale menos que el que sí.
Es lógico que así sea: uno descuenta de lo que está dispuesto a pagar por algo
lo que le costaría hacer que los demás lo reconozcan como el dueño de ese algo.
Por el mismo motivo, el derecho de propiedad que no se puede probar clara y
fácilmente no sirve para obtener créditos o sirve solo para obtener créditos en
condiciones muy castigadas: los bancos –y cualquier otro prestamista– no
consideran que sirve de mucho la “garantía” cuya eventual propiedad (en caso de
que su deudor no les pague lo que les debe) les podría ser discutida sin
esfuerzo.
Puesto
en otras palabras, los derechos de propiedad sobre los que no hay títulos claros
constituyen un desperdicio de riqueza, tanto para sus (precarios) titulares
como para la economía en la que existen.
En el Perú este desperdicio no es pequeño: según el Censo Nacional Agropecuario (Cenagro)
del 2012, ni más ni menos que el 24,64% de las parcelas rurales carece de un
registro que identifique a sus propietarios.
Es, pues, muy positivo que este gobierno se haya propuesto hacer
algo por titular la propiedad rural en el país, para lo que el Ministerio de Agricultura (Minagri) obtuvo hace un tiempo un
préstamo de US$50 millones de una organización internacional. Y es también de
saludar que el defensor del Pueblo acabe de recordar la prioridad de esta
misión al gobierno, haciendo énfasis en el caso de la propiedad colectiva de
las comunidades campesinas y nativas, que son las titulares de buena parte de
los predios rurales con problemas de titulación que existen en el país.
El problema, en medio de la buena noticia, es que ni el Minagri
ni ladefensoría han
hablado de reconocer la propiedad individual que, de facto, existe en el seno
de las comunidades, asumiendo, aparentemente, que sus miembros prefieren seguir
con el esquema de propiedad colectiva que hasta hoy les manda la ley.
¿Por
qué mantendrían el Minagri y la defensoría una asunción así? No se nos ocurre
otro motivo que la inercia. Después de todo, la concepción de los comuneros
peruanos como personas colectivistas por naturaleza fue empujada con mucha
fuerza por ideologías que tuvieron un gran apogeo en el país –el gobierno
del general Velasco, de hecho, hizo de ella una especie de emblema– y ha de
resultar difícil cuestionar una visión que nos fue inculcada a generaciones de
peruanos desde nuestra educación escolar.
Para quien no parece haber sido tan difícil hacer este
cuestionamiento, sin embargo, es para los propios comuneros, quienes desde hace
tiempo vienen creando propiedades individuales de facto en el medio de sus
comunidades y heredándoselas de padres a hijos, con el reconocimiento del
grupo. De hecho, el propio Cenagro del 2012, elaborado por el INEI,
recoge 1’555.134,31 hectáreas como pertenecientes a miembros de comunidades
campesinas. ¿Cuántas de las parcelas de ese 24,64% que queda sin titular
pertenecerán también a miembros individuales de estas comunidades?
La respuesta
a la pregunta anterior parecería ser “muchísimas”. Al menos a juzgar por las
escrituras ante jueces de paz o ante notarios locales, los documentos de
compraventa, los testamentos y toda la rica lista de recursos con que los
comuneros intentan “legalizar” su propiedad individual. Intento este que, sin
embargo, está condenado al fracaso –de ahí las comillas–, puesto que el Estado
solo está dispuesto a reconocerlos como propietarios colectivos, al margen de
lo que ellos piensen al respecto. Y a nadie parece resultarle esto
discriminatorio y menos que a nadie a los supuestos “protectores” de las
comunidades. Los demás peruanos no estamos obligados a ninguna asociación, pero
los comuneros sí, porque “nacen” dentro de una y seguir en ella es, por lo visto,
lo que les corresponde. Lo contrario –permitir que los “antropos” les resulten
contestones a los antropólogos– no parece ser una opción.
Desde
luego, dicen los “defensores” del sistema comunal que el “neoliberalismo”
quiere destruir las comunidades, que son mucho más que propiedades: modos de
vida, sistemas culturales, tradiciones. Pero no se llega a entender cómo una
reforma que trate de reconocer exclusivamente a quienes ya han optado –o deseen
optar en el futuro– por una determinada forma de propiedad (con el
consentimiento implícito de sus comunidades) puede suponer “destruir” su modo
de vida. Los modos de vida no se pueden “proteger” de buena fe contra la
voluntad de quien los vive.
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